Esta historia, transmitida de generación en generación entre los rancheros del desierto, no solo recuerda la fragilidad de la vida en un entorno tan desafiante, sino también la fuerza del vínculo entre un abuelo y su nieta
HISTORIASMX. – En los vastos territorios del gran Desierto Chihuahuense, entre los municipios de Jiménez y Camargo, se entretejen historias que hablan del trabajo arduo y las tragedias que marcan la vida de los rancheros. Una de estas historias se remonta al lejano año de 1905, en la cuesta de la Sierra de San Francisco, donde una tragedia oscureció la vida de una niña de apenas cinco años.
En aquel tiempo, un hombre de edad avanzada emprendía su jornada con su carreta por el pedregal del camino que serpenteaba la abrupta sierra. A su lado, su pequeña nieta, de ojos vivaces y risa traviesa, lo acompañaba con la inocencia propia de su corta edad. El clima extremo del desierto, con su sol inclemente y vientos cortantes, hacía que cada viaje fuera una prueba de resistencia y habilidad para sortear los obstáculos naturales del terreno árido y espinoso.
El camino estaba bordeado por una flora adaptada a la aridez, donde los cactus erguidos con espinas afiladas se erguían como centinelas del desierto. A lo lejos, se divisaban las siluetas escurridizas de coyotes y zorros, adaptados a la vida nocturna en un entorno donde el día podía ser abrasador y la noche, gélida.
La carreta, antigua y pesada, era tirada con esfuerzo por un caballo noble que conocía cada recodo del camino como si fuera su propio territorio. Avanzaron entre matorrales resecos y cactus espinosos, con la única compañía del silbido del viento y el rumor lejano de algún animal del desierto.
Al llegar al borde del camino en la cuesta de la Sierra de San Francisco, una bajada pronunciada y peligrosa, el hombre detuvo la carreta frente a una vieja puerta que marcaba la entrada hacia nuevas tierras y nuevos desafíos. Antes de abrir la puerta, entregó las riendas del caballo a su nieta para mantenerlo quieto, mientras él preparaba el camino.
La niña, curiosa e inquieta como todo niño, jugaba con las riendas entre sus manos pequeñas y ágiles. Sin quererlo y entre risas inocentes, tiró accidentalmente de las riendas con más fuerza de la necesaria. El caballo, sorprendido y reaccionando a la presión inesperada, se echó a correr descontrolado por la pendiente empinada.
La carreta, víctima del impulso del caballo y la gravedad implacable de la cuesta, se volcó violentamente. El hombre, desesperado, corrió hacia la carreta volcada, pero fue demasiado tarde. La niña yacía inmóvil bajo el peso de la madera y el metal retorcido, su risa apagada para siempre en un instante trágico que dejó una marca imborrable en el corazón del abuelo y en la memoria del desierto.
En señal de duelo y para honrar la corta vida de la niña, el abuelo colocó una cruz de madera en el lugar del accidente. Con el paso implacable del tiempo, la cruz ha sobrevivido, aunque carcomida por las polillas y erosionada por los elementos naturales. En el año 2024, solo quedan vestigios de aquella cruz, apoyada sobre un montón de piedras que han resistido el paso de los años junto con el recuerdo de la tragedia.
Esta historia, transmitida de generación en generación entre los rancheros del desierto, no solo recuerda la fragilidad de la vida en un entorno tan desafiante, sino también la fuerza del vínculo entre un abuelo y su nieta, marcado por una tragedia que ha perdurado en el tiempo como un eco de la dureza y la belleza del Desierto Chihuahuense.
Por: Gorki Rodríguez.