Se llamaba Don Evaristo Varela, un hombre de 62 años, curtido por el sol y los inviernos bravos del desierto. Su barba entrecana escondía la expresión dura que solo los que han visto la muerte de cerca pueden sostener sin temblar.
HISTORIASMX. – El viento seco de la Sierra El Diablo soplaba con fuerza aquella mañana, levantando pequeñas ráfagas de polvo que se deslizaban entre los pinos viejos y los riscos grises. Era temprano, y el cielo aún guardaba restos de la helada noche. En lo alto de una cañada, cerca del paraje conocido como La Cuchilla del Coyote, un ranchero recorría su potrero con pasos firmes, rifle en mano y la mirada alerta.
Se llamaba Don Evaristo Varela, un hombre de 62 años, curtido por el sol y los inviernos bravos del desierto. Su barba entrecana escondía la expresión dura que solo los que han visto la muerte de cerca pueden sostener sin temblar.
Aquel día no era distinto a otros. Iba a revisar el bebedero y los alambres, porque días atrás notó señales extrañas: ramas rotas, huellas profundas en el lodo seco, y el ganado inquieto.
De repente, un silencio inusual invadió el monte. Ni los zopilotes volaban, ni las liebres corrían. Solo el viento. Y luego, como si la tierra lo hubiera escupido, emergió un rugido. Bajo una loma, entre los encinos, un oso negro de tamaño descomunal emergió, erguido sobre dos patas, con la mirada fija en el hombre.
—¡Ay güey…! —alcanzó a murmurar Don Evaristo mientras levantaba lentamente su rifle calibre .223, una Ruger Mini-14 que cargaba desde hacía años como parte de su equipo diario. El arma, aunque ligera y rápida, no era precisamente lo ideal para enfrentar a un oso. Pero era lo único que tenía.
El animal, de más de doscientos kilos, resoplaba con furia. No era un encuentro casual. Había olor a sangre. Detrás del oso, los restos de una cabra mostraban que ya había cobrado una víctima del corral.
—No te me acerques, cabrón… —dijo Evaristo con la voz tensa, mientras retrocedía lentamente, apuntando al pecho del oso.
Pero el animal no retrocedió. Gruñó, bajó la cabeza, y en un impulso salvaje, se lanzó hacia él.
¡PUM!
El primer disparo resonó seco y claro. El impacto dio justo en el hombro derecho del oso, pero no lo detuvo. Cayó, rodó y volvió a incorporarse, más enfurecido.
—¡Maldito estás terco! —gritó Don Evaristo, disparando dos veces más, una en la pata y otra cerca del pecho.
La última bala fue decisiva. Entró por debajo de la mandíbula, y el rugido se convirtió en un gemido ronco. El gigante cayó a unos cinco metros del ranchero, resoplando una última vez antes de rendirse al suelo frío de la sierra.
El eco del último disparo se desvaneció lentamente en el cañón. Don Evaristo bajó el rifle, con las manos aún firmes pero el alma sacudida. Se acercó con cautela, escupió al suelo y dijo:
—Con permiso, compadre. Tú nomás estabas siguiendo tu instinto… pero yo también.
Tomó su sombrero, se lo colocó nuevamente, y comenzó el descenso rumbo al rancho, con la historia de su vida grabada en las montañas del Diablo.
Más tarde, al calor del café de olla y con los vecinos reunidos, relató el enfrentamiento como se cuentan las leyendas: con respeto, sin adornos innecesarios, sabiendo que en el monte, el hombre y la bestia se enfrentan sin testigos… y solo uno vuelve a contarlo. El Presente relato es ficticio, con fines únicos de entretenimiento.