La mayoría de los tarahumaras migran en familia. Padres, madres, niños y niñas participan en la jornada agrícola que suele extenderse más allá de las 10 horas diarias bajo temperaturas que superan los 40 °C.
HISTORIASMX. – Cada año, miles de indígenas tarahumaras abandonan sus comunidades en la Sierra Tarahumara para trabajar en campos agrícolas del centro-sur de Chihuahua. Buscan empleo en la pizca de manzana, chile, cebolla y otros productos que sostienen la economía agroexportadora del estado. Sin embargo, su movilidad no les garantiza una vida digna. Al contrario: enfrentan explotación laboral, condiciones infrahumanas de vivienda y una alarmante sobreexplotación infantil que se ha normalizado y hasta romantizado en ciertos sectores.
Trabajo extenuante, paga miserable
La mayoría de los tarahumaras migran en familia. Padres, madres, niños y niñas participan en la jornada agrícola que suele extenderse más allá de las 10 horas diarias bajo temperaturas que superan los 40 °C. Por esta labor, muchas veces solo reciben entre 100 y 150 pesos diarios, según testimonios recabados en estudios académicos.

Lo más grave: en muchos casos no existen contratos escritos, prestaciones de ley, ni seguridad laboral. Los contratos verbales, intermediarios y enganchadores diluyen responsabilidades y facilitan la impunidad de los empleadores.
Niñez trabajadora: la infancia arrebatada
La sobreexplotación infantil es una constante en estos predios agrícolas. Los menores, muchos de ellos menores de 12 años, son incluidos en las jornadas desde temprana edad. Las niñas suelen encargarse del cuidado de hermanos menores o del resguardo de alimentos; los niños son asignados al corte de productos como el chile, debido a su estatura. La falta de guarderías o espacios seguros obliga a los padres a llevar a sus hijos al campo, donde son integrados como mano de obra. Esta práctica, lejos de ser condenada, es muchas veces romantizada por patrones, que presentan la niñez trabajadora como una expresión cultural o de «enseñanza del valor del trabajo».
Viviendas de plástico: el infierno en hule negro
En muchos predios, las familias jornaleras viven en casas improvisadas con hule negro y lonas, sin ventilación, servicios sanitarios, agua potable ni electricidad. Estas viviendas precarias no los protegen del calor sofocante del verano ni del frío extremo en otras estaciones. Son auténticos hornos que alcanzan temperaturas de más de 40 grados centígrados durante el día.
Según el estudio “Jornaleros Agrícolas Migrantes en el Estado de Chihuahua”, más del 70% de las familias jornaleras carece de vivienda digna. Se hacinan en pequeños espacios donde conviven padres, hijos y en ocasiones, hasta abuelos, en condiciones de insalubridad extremas.
Educación negada: la cadena que no se rompe
A pesar de que el 70% de los jornaleros afirma saber leer y escribir, la gran mayoría no ha terminado la primaria. La escolarización de los niños es casi inexistente: 86% de los menores no estudia actualmente, lo cual perpetúa el ciclo generacional de pobreza y explotación. El abandono escolar ocurre principalmente por razones económicas o por la necesidad de integrarse al trabajo familiar.

La Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) ha establecido programas como el PAJA (Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas), pero en la práctica su actuación ha sido simbólica o insuficiente. La inspección de condiciones laborales, el seguimiento educativo y los programas de salud en los campos son prácticamente inexistentes o superficiales. Las denuncias se diluyen y las irregularidades continúan sin consecuencias.
Conclusión: la deuda histórica
Lo que viven los tarahumaras en los campos agrícolas del centro y sur de Chihuahua no es migración laboral: es desplazamiento forzado por pobreza estructural. En estos circuitos migratorios se reproduce un modelo colonial, donde el trabajo indígena es invisibilizado, explotado y descartado. La STPS simula vigilancia, pero tolera la impunidad. Mientras tanto, niños y niñas tarahumaras crecen entre el polvo, la fruta, el calor y el abandono.

Romper este ciclo implica un cambio profundo en las políticas públicas, un control real a los patrones agrícolas y una apuesta firme por la educación, la vivienda digna y el acceso a la justicia laboral.
Por: Gorki Rodríguez.