Fotografía: HISTORIASMX / Gorki Rodríguez.

La silenciosa historia de los morteros en el corazón del Bolsón de Mapimí

HISTORIASMX. – El sol del desierto cae como plomo sobre el Bolsón de Mapimí, esa vasta región árida que se extiende entre los estados de Chihuahua, Durango y Coahuila. A primera vista, el paisaje parece desolado: montículos de piedra, arbustos endurecidos por siglos de sequía, lechos secos de antiguos ríos. Sin embargo, para quienes saben mirar con atención, el desierto revela sus secretos.

En ciertos rincones olvidados por el tiempo, se encuentran pequeñas depresiones circulares en la roca firme: los morteros prehistóricos. Tallados con paciencia infinita por manos humanas hace miles de años, estos artefactos son los vestigios más elocuentes de los antiguos cazadores y recolectores que habitaron este inhóspito territorio.


Los nómadas del desierto: vida en movimiento

Hace entre 3,000 y 6,000 años, grupos humanos nómadas recorrían el Bolsón de Mapimí siguiendo los ciclos de la naturaleza. Eran cazadores de venado cola blanca, liebres y aves, y recolectores de semillas, raíces y frutos silvestres. Su vida estaba ligada íntimamente al desierto; dependían del conocimiento profundo del entorno y de herramientas simples pero esenciales.

Entre sus principales instrumentos se encontraban los morteros de piedra, indispensables para transformar los recursos naturales en alimento utilizable.


El mortero: mucho más que una simple herramienta

El mortero, una depresión excavada en piedra dura como basalto o arenisca, servía para moler y pulverizar diversas sustancias:

  • Semillas de mezquite y gobernadora.
  • Frutos de cactáceas como tunas y pitahayas.
  • Raíces de sotol y lechuguilla, cocidas previamente para facilitar su consumo.
  • Hierbas medicinales y pigmentos naturales.

La molienda no solo liberaba nutrientes que el cuerpo no podía aprovechar de otra forma, sino que además facilitaba la conservación de los alimentos en forma de harinas o pastas.


Un acto diario de supervivencia

Imaginemos por un instante a una mujer del desierto:

Arrodillada bajo el sol, sujeta una piedra pulida —la «mano de mortero»— y la hace girar rítmicamente sobre un puñado de vainas de mezquite. El sonido seco y cadencioso de piedra contra piedra se eleva en el aire caliente. Poco a poco, las duras semillas se transforman en una harina aromática, capaz de ser mezclada con agua para formar una masa dulce y nutritiva.

Cada golpe de piedra era una afirmación de vida. Una pequeña victoria diaria sobre las duras condiciones del desierto.


Morteros fijos y portátiles: dos estrategias complementarias

Morteros fijos

Los morteros excavados directamente en la roca madre indican que ciertos lugares fueron utilizados como sitios de asentamiento estacional o puntos estratégicos de procesamiento de alimentos.
La presencia de múltiples morteros en una sola área sugiere que grupos familiares enteros trabajaban en conjunto, especialmente durante épocas de abundancia como la recolección de mezquites o la cosecha de tunas.

Alrededor de estos morteros todavía pueden encontrarse:

  • Fragmentos de puntas de flecha y raspadores de piedra.
  • Restos de fogatas y cenizas milenarias.
  • Concentraciones de semillas carbonizadas, invaluable testimonio de su dieta.

Morteros portátiles

En contraste, también existieron morteros móviles: piedras más pequeñas y manejables que los individuos llevaban consigo durante sus largas travesías.


Estos morteros personales eran herramientas de subsistencia cruciales durante expediciones de caza o períodos de desplazamiento forzado por sequías.


El conocimiento ancestral de la flora del desierto

Los cazadores-recolectores del Bolsón de Mapimí no sólo conocían el uso de los morteros, sino también las propiedades específicas de las plantas del desierto:

  • El mezquite no solo servía para hacer harinas; su savia se utilizaba como antiséptico natural.
  • El sotol y la lechuguilla ofrecían fibras para fabricar sogas y alimentos tras ser cocidos por horas.
  • Las semillas de nopal eran molidas y mezcladas para formar pastas resistentes al deterioro.

Esta sabiduría botánica, transmitida oralmente de generación en generación, fue lo que permitió a estos grupos persistir durante milenios en uno de los entornos más extremos de América.


La resistencia de los morteros: guardianes de una memoria antigua

Hoy en día, los morteros del Bolsón de Mapimí siguen en pie, aunque amenazados por el paso del tiempo y la acción humana.
Muchos han sido vandalizados, removidos o simplemente olvidados bajo capas de polvo y abandono.

Proteger estos vestigios es proteger una parte fundamental de nuestra historia: la de los pueblos que supieron vivir con respeto y sabiduría en un ambiente que muchos considerarían invivible.

Cada mortero es un eco de la resiliencia humana, una página de piedra que cuenta una historia de adaptación, conocimiento, paciencia y resistencia.


Una herencia que debemos honrar

El Bolsón de Mapimí, lejos de ser un desierto muerto, fue y sigue siendo un paisaje de profunda interacción entre naturaleza y cultura.
Los morteros no son simples piedras desgastadas: son testigos de una epopeya humana discreta pero monumental.
Preservarlos es reconocer la sabiduría de quienes fueron capaces de dialogar con el desierto, de encontrar vida en la aridez, de tallar su esperanza en la piedra misma.

Su legado aún late bajo el sol abrasador. Solo tenemos que detenernos, mirar con respeto, y escuchar.

Por: Gorki Rodríguez.


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