Fotografía: Gorki Rodríguez / HISTORIASMX.

HISTORIASMX. – El motor diésel de la vieja troca rugía con fuerza mientras avanzábamos desde el corazón de la Sierra El Diablo, una cadena montañosa tan agreste como imponente, en dirección a Las Tortugas, una región boscosa oculta en el vasto desierto de Jiménez. Pero antes de iniciar nuestro trayecto hacia las tierras más remotas, hicimos una parada en el rancho de Don Lolis. Allí, bajo el calor inclemente del mediodía, nos unimos a los vaqueros para ayudarles en una tarea crucial: aretar unos becerros.

José Luis Moreno, quien manejaba la troca y conocía cada rincón del desierto, tomó las riendas del proceso con la seguridad de alguien que ha pasado toda su vida en estas tierras. Los becerros, enérgicos y algo nerviosos, fueron guiados con firmeza hasta el corral. Los vaqueros Toño y Rogelio nos miraban con aprobación mientras nosotros, Gorki y José Luis, nos preparamos para echar una mano.

Vamos a hacerlo rápido, antes de que el clima nos juegue una mala pasada.—dijo José Luis, siempre atento a los cambios en el cielo y el viento.

La tarea de aretar consiste en colocar un arete de identificación a cada becerro, un proceso necesario para llevar un control del ganado. Usando unas pinzas especiales, José Luis perforaba la oreja del becerro y le colocaba el arete que llevaría de por vida. Este sistema no solo ayuda a los rancheros a llevar un censo del ganado, sino que también es fundamental para poder trasladar los becerros a la venta.

El trabajo iba avanzando con rapidez, pero de repente, el viento comenzó a cambiar. Un rugido lejano, como el anuncio de algo más grande, se dejó sentir. Levantamos la vista y, en la distancia, pudimos ver cómo se alzaba un remolino de polvo y arena. Una tormenta de arena estaba acercándose rápidamente desde el horizonte.

¡Ahí viene el viento!—gritó Toño, cubriéndose el rostro con el sombrero—. ¡Rápido, acabemos con esto antes de que nos alcance la arena!

El aire seco se llenó de un polvo áspero que azotaba nuestras caras y hacía que el corral se transformara en un caos. Los becerros inquietos se movían nerviosos, pero seguimos trabajando. La tormenta de arena llegó con una fuerza brutal, haciendo que el polvo se colara en cada rincón de nuestras ropas, mientras tratábamos de terminar el trabajo lo más rápido posible.

Esto no va a parar hasta que el viento lo decida, compadres.—dijo José Luis, quitándose el sombrero y cubriéndose el rostro con el pañuelo.

Finalmente, tras una media hora de luchar contra el viento y el polvo, logramos terminar de aretar los becerros. Con la tormenta de arena aún golpeando, nos subimos a la troca, listos para continuar hacia nuestro destino final: Las Tortugas.

Con la tormenta de arena disminuyendo poco a poco, la troca avanzaba sobre brechas difíciles y accidentadas, con todo tipo de desperfectos. Cada tramo de ese camino agreste parecía devorar la troca, que se zarandeaba de un lado a otro. Baches, piedras sueltas, y tramos de arena hacían que la travesía fuera más lenta, pero José Luis, con su experiencia, seguía adelante sin dudar.

Mira, Gorki, esa nubosidad que se está formando allá en la sierra.—señaló José Luis con su mano firme, entrecerrando los ojos mientras escudriñaba el horizonte.

Una nube oscura y espesa se alzaba desde la parte trasera de la sierra, tiñendo el cielo de un gris profundo y ominoso. El calor del desierto era sofocante, pero esa nube anunciaba lo que ninguno de nosotros se esperaba: la tormenta.

Parece que la cosa va en serio, compadre.—murmuró José Luis, acelerando el paso, como si pudiera dejar atrás a la nube misma.

La primera gota cayó como un presagio, chocando contra el parabrisas polvoriento, seguida por otras más grandes y pesadas. En cuestión de minutos, una verdadera cortina de agua comenzó a cubrir el paisaje. El polvo se convirtió en barro, y el terreno árido se transformó en un laberinto traicionero de charcos y pequeñas corrientes.

¡Nos va a agarrar el agua!—gritó Toño desde atrás, mientras trataba de protegerse con su sombrero.

La troca comenzó a resbalar sobre el lodo que se había formado en cuestión de segundos, y antes de que pudiéramos reaccionar, sentimos ese golpe seco que viene cuando las ruedas se quedan clavadas en el barro. El motor rugió impotente cuando José Luis intentó avanzar.

¡Atascados, compadre!—dijo Rogelio, saltando de la caja para inspeccionar la situación—. Nos vamos a tener que ensuciar las manos.

Las gotas de lluvia golpeaban con fuerza, el viento azotaba la camioneta, y nosotros nos bajamos para evaluar cómo sacar la troca del lodo. El agua ya corría con fuerza, arrastrando tierra y pequeñas piedras desde la Sierra Ojo del Almagre.

Va a estar dura, pero de aquí salimos, no te apures.—dijo José Luis, mientras inspeccionaba las ruedas—. Toño, tráete unas ramas de mezquite, vamos a ver si las podemos meter debajo de las llantas.

La lluvia no cesaba. Nos vimos obligados a trabajar entre el agua y el lodo, empujando y levantando la troca mientras las ramas se hundían más bajo las ruedas. Toño y Rogelio reían entre gruñidos de esfuerzo, sus botas ya empapadas hasta los tobillos.

¡Así son estos caminos, compadres! El desierto te deja pasar cuando él quiere, no cuando tú lo decides.—exclamó Toño, casi como si estuviera hablando directamente con la tormenta.

Pasaron unas dos horas hasta que, finalmente, logramos liberar la troca. El viento cambió, y las nubes comenzaron a disiparse lentamente, dejando tras de sí una quietud extraña. El sol, como si nunca hubiera abandonado el cielo, volvió a iluminar el paisaje, ahora cubierto de charcos y barro resbaloso.

¡Nos libramos, Gorki! ¡Vamos, antes de que se forme otra tormenta!—dijo José Luis con una sonrisa cansada.

Aceleramos de nuevo por el camino, con las botas aún llenas de barro y las ropas mojadas, pero con el espíritu intacto. El paisaje, ahora brillante bajo el sol post-lluvia, parecía otro mundo, renovado por la tormenta que había pasado.

Finalmente, llegamos a Las Tortugas, un área boscosa de mezquites que parecía el último refugio verde en medio del desierto. El olor a tierra mojada impregnaba el aire, y los mezquites brillaban con un nuevo verdor bajo la luz del atardecer.

Valió la pena, compadre.—dijo Toño, quitándose el sombrero y mirando el horizonte—. A veces el desierto te pone a prueba, pero siempre te da algo a cambio.

La tormenta había sido un obstáculo inesperado, pero también había hecho que el desierto se mostrara en su verdadera grandeza: un lugar donde la vida y la naturaleza se imponen, donde la adversidad forma parte del paisaje y donde cada travesía es una historia en sí misma.

Por: Gorki Belisario Rodríguez Ávila.

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