Cerca de la medianoche, el cielo despejado de pronto se volvió inquietante. En lo alto de la sierra, unas luces comenzaron a moverse. Eran brillantes, como faros que se desplazaban sin rumbo fijo, pero con una precisión imposible para algo terrenal.
HISTORIASMX. – Era una de esas noches tranquilas en el Desierto Chihuahuense, donde solo el sonido del viento rozando la arena rompía el silencio. Don Martín, un viejo ranchero curtido por los años, montaba su caballo a paso lento, como tantas veces lo había hecho en sus travesías desde la Sierra del Diablo hasta la ciudad de Jiménez.
El polvo del camino real, una vieja vía de terracería que serpenteaba por el desierto, se levantaba bajo las patas del caballo. Las estrellas brillaban con fuerza sobre él, iluminando débilmente el vasto paisaje que parecía no tener fin.
Don Martín, con su sombrero de ala ancha y su chaqueta de cuero, mascaba tabaco mientras se adentraba en la Sierra de San Francisco, una cordillera que siempre había sido testigo de sus viajes nocturnos.
Estaba acostumbrado a los secretos que guardaba el desierto: los susurros del viento, el aullido de los coyotes en la lejanía, y las sombras que bailaban entre los matorrales. Pero aquella noche algo sería diferente.
El Avistamiento de Luces Extrañas
Cerca de la medianoche, el cielo despejado de pronto se volvió inquietante. En lo alto de la sierra, unas luces comenzaron a moverse. Eran brillantes, como faros que se desplazaban sin rumbo fijo, pero con una precisión imposible para algo terrenal. Don Martín detuvo su caballo y se frotó los ojos, pensando que el cansancio de la jornada le estaba jugando una mala pasada.
—»¿Qué demonios es eso?» —murmuró, mientras observaba con cautela.
Las luces no solo se movían, avanzaban rápidamente en su dirección. Don Martín, hombre de pocas palabras pero de mucha intuición, sintió que aquello no era algo natural. Se había cruzado con todo tipo de cosas en su vida, pero esto era nuevo incluso para él. Espoleó suavemente al caballo, queriendo acercarse un poco más, pero sin perder la distancia prudente.
El Carro Volador
Conforme las luces se aproximaban, el viejo ranchero pudo distinguir mejor lo que tenía ante sus ojos. Era una especie de carro volador, una máquina que flotaba en el aire, algo que nunca había visto en sus largos años de vida. El «carro» era metálico y redondeado, como si el viento no tuviera efecto alguno sobre él. No emitía sonido, ni motor, ni aspas. Solo un resplandor que iluminaba el entorno con un tono frío.
Dentro de aquella nave, Don Martín pudo ver algo aún más extraño: un hombrecillo pequeño, de aspecto extraño, que manejaba el carro con una serenidad inquietante. El ser, de rostro inexpresivo y ojos grandes, no parecía estar consciente de la presencia del ranchero, o quizá sí, pero no le daba importancia.
—»Válgame Dios, ¿qué será eso?» —dijo Don Martín en voz alta, aunque no esperaba respuesta alguna.
El «carro volador» pasó flotando lentamente sobre su cabeza. No había ruido, no había viento. Solo la figura del pequeño ser dentro de aquella máquina, que cruzaba el cielo como un fantasma. Don Martín, sin mostrar miedo, lo siguió con la mirada, sin siquiera moverse de su montura. «El carro volador de la Sierra de San Francisco», pensó con ironía, mientras la nave se alejaba hacia la profundidad del desierto.
Los Antiguos Relatos del Desierto
Don Martín recordó las viejas historias que solían contar los ancianos en las fogatas, leyendas de luces en el cielo y encuentros con seres extraños. Muchos hablaban de los «brujos del desierto» o de los «nahuales» que vagaban por las sierras, seres capaces de cambiar de forma y de dominar el viento. Pero esto era distinto. No había magia en el aire, sino algo más frío, casi mecánico.
—»Tal vez esas historias no estaban tan equivocadas después de todo» —murmuró para sí mismo, mientras el carro volador se perdía entre las colinas.
El Camino Hacia Jiménez
Decidido a no dejar que aquel encuentro lo afectara más de lo necesario, el ranchero espoleó su caballo nuevamente y continuó por el camino real, dejando atrás la Sierra de San Francisco. Ahora se dirigía a la Sierra de Chupaderos, una cadena montañosa que siempre marcaba el último tramo de su viaje antes de llegar a la ciudad. El cansancio comenzaba a hacer mella en su cuerpo, pero la imagen de aquella nave seguía grabada en su mente.
—»Nadie va a creerme cuando les cuente lo que vi» —se rió entre dientes, con la certeza de que en las cantinas de Jiménez lo tomarían por loco.
Al amanecer, la Sierra de Chupaderos se alzaba majestuosa ante él, un recordatorio de que las sierras y el desierto eran un lugar lleno de misterios, algunos más profundos de lo que cualquier hombre podría imaginar.
La Llegada a Jiménez
Al llegar finalmente a Jiménez, el sol ya comenzaba a elevarse sobre el horizonte, iluminando las calles polvorientas de la ciudad. Don Martín amarró su caballo en la entrada de la cantina y entró. Los pocos hombres que se encontraban allí levantaron la vista, curiosos por la llegada del viejo ranchero.
—»¿Y qué tal, Martín? ¿Cómo estuvo el viaje?» —preguntó uno de ellos, levantando su jarra de cerveza.
—»Nada fuera de lo normal» —respondió el ranchero con una sonrisa enigmática, mientras pedía una copa de mezcal.
—»¿Nada nuevo por allá en la sierra?» —insistió otro, intrigado por la expresión del viejo.
Don Martín se quedó en silencio por un momento, recordando el carro volador y al hombrecillo que lo pilotaba. Sabía que si les contaba lo que había visto, se reirían y pensarían que había perdido la cabeza. Así que simplemente negó con la cabeza, dando un sorbo a su bebida.
—»Solo el mismo desierto de siempre» —dijo finalmente, dejando que la leyenda del carro volador de la Sierra de San Francisco quedara guardada, al menos por el momento, en lo más profundo de su memoria.
Por: Gorki Rodríguez.