El rancho El Saucito estaba enclavado en una cañada al sur de Jiménez, donde el monte se espesa con huisaches y cardonales, y las ardillas de tierra corren como si el mundo se les fuera.
HISTORIASMX. – En los confines del desierto de Chihuahua, donde el sol cae como plomo sobre la piel y la arena se mete entre los huesos, aún existen hombres que no necesitan reloj ni GPS para saber dónde están. Basta con ver el cerro de enfrente, oler el aire que baja de la sierra, escuchar el mugido del ganado en la lejanía. Don Fermín Tena fue uno de ellos. De los que aprendieron a vivir con poco, pero con honor. Y esta es su historia: una historia de vaqueros, traiciones y justicia a la vieja usanza.
🌄 Raíces en el polvo
El rancho El Saucito estaba enclavado en una cañada al sur de Jiménez, donde el monte se espesa con huisaches y cardonales, y las ardillas de tierra corren como si el mundo se les fuera. La tierra allí no se daba fácil. Había que pelearle cada gota de agua al subsuelo con pozos viejos, bombas que se atoraban con arena y rezos que pedían lluvia.
Don Fermín lo decía siempre: “Aquí no hay millonarios, nomás hombres tercos”.
Nació ahí mismo, en un jacal de adobe donde dormían su padre, su madre y cuatro hermanos. Desde los seis años arreaba chivas, y a los doce ya cabalgaba con los mayores para arrear becerros al corral. Su abuelo, viejo revolucionario que cabalgó con Doroteo Arango, le enseñó a marcar reses con fierro caliente y a distinguir un animal enfermo con solo verlo caminar.
La tierra donde nació no tenía título de propiedad, pero tenía historia. El gobierno había prometido regularizarla desde los tiempos de Lázaro Cárdenas. Nunca cumplieron.
🐂 El mundo del corral
A los 30 años, Fermín ya era conocido en la región por su habilidad con la reata. Nadie lazaba como él. Montaba una yegua pinta que no dejaba que nadie más tocara, y cuidaba su hato como si cada vaca fuera de oro.
“Una vaca te puede sacar de un apuro, pero también te puede hundir si no le das lo que necesita: agua, pasto y sombra”, decía.
Los vecinos respetaban su palabra. Si Fermín decía que una res era suya, no había discusión. Cuando murió su padre, quedó al frente de la familia y del rancho. Durante años, prosperó poco a poco. Vendía carne en Camargo, becerros en Jiménez, pieles en Chihuahua.
Pero nada de eso podía prepararlo para lo que vino después.
⚠️ Sombras en el horizonte
Una mañana de marzo, mientras reparaba un bebedero junto a su hijo menor, llegó un pick-up último modelo al rancho. Bajó un hombre bien vestido, con botas recién boleadas y una sonrisa que no tocaba sus ojos. Dijo llamarse Lic. Ulises Ordóñez, y traía papeles en mano.
—“Este terreno, señor Tena, ha sido adquirido por un grupo ganadero. Usted está en propiedad privada.”
Fermín se rió.
—“¿Y qué propiedad privada va a ser, si aquí estoy desde que mi madre me parió?”
El licenciado le mostró escrituras registradas. Firmas que Fermín jamás había hecho. Sellos oficiales. Un fallo judicial.
Todo parecía estar en orden… excepto por una cosa: Fermín nunca vendió.
Lo consultó con un abogado agrario en Jiménez. Le dijeron que los papeles eran “legales”, que poco podía hacer. El nuevo “dueño” había usado prestanombres, funcionarios corruptos, y notarios de dudosa reputación.
Así, con una orden judicial, lo desalojaron. Perdió el corral, los pastizales, las 60 cabezas de ganado, incluso su molino.
🏜️ Exilio entre espinas
Fermín no pidió ayuda. No era hombre de quejarse. Recogió lo que pudo: su silla, el rifle viejo del abuelo, y se fue monte adentro con La Pintilla. Se instaló en una barranca entre Las Pampas y el Cerro del Diablo. Construyó una choza de madera y comenzó a vivir con lo que la tierra le daba. Cazaba liebres, recogía agua de lluvia, sembraba calabaza.
Pero no se resignaba.
Meses después, se supo que el rancho El Saucito ahora era parte de un megaproyecto ganadero con vínculos políticos. Los nuevos dueños tenían vacas de registro, sembraban alfalfa con pivote y compraban camionetas blindadas. Los vecinos se callaban. Les daba miedo.
Hasta que un día, la historia cambió.
🔥 Justicia en las brasas
Fue una madrugada de octubre. Los pastores de un rancho vecino vieron fuego en la distancia. El Saucito ardía. Primero los corrales, luego la bodega, luego la casa nueva que habían construido. No hubo víctimas, pero tampoco culpables. Solo una señal.
En uno de los postes carbonizados quedó colgada una herradura. Vieja, oxidada, con las letras FT grabadas a cincel.
Los rumores crecieron. Que Fermín había vuelto. Que estaba armando un grupo de hombres despojados. Que vigilaba los ranchos desde las cumbres. Que todavía tenía su lazo, su reata, su rifle. Y que cuando se trataba de justicia, prefería hacerla él mismo.
🐴 El fantasma de los arreadores
Hoy, nadie sabe con certeza si Fermín está vivo. Algunos dicen que murió en la sierra, mordido por una serpiente. Otros aseguran haberlo visto pasar a caballo, con la mirada fija y la piel curtida como cuero viejo.
Lo que sí es verdad es esto: desde aquel incendio, ningún otro despojo ha tenido éxito en esa zona. Ningún licenciado ha querido meterse con los rancheros de El Saucito.
Y cada tanto, entre los pastizales secos del sur de Chihuahua, se oye el eco de un caballo… y la sombra de un hombre solitario que cuida lo que una vez fue suyo.
🪵 Ecos de un rancho que no muere
Porque en este desierto, donde el mezquite se resiste a morir y el polvo guarda memoria, los hombres como Don Fermín Tena no desaparecen: se transforman en parte del paisaje.
Un paisaje que no olvida.
Un paisaje donde el lazo, la reata y la ley no están en los libros… sino en el corazón del monte.
La presente narración es una representación Ficticia. Recopilada a través de hechos reales ocurridos en diferentes etapas del tiempo.