🧂 «El Salado: Las ruinas blancas que resisten al tiempo en el desierto de Samalayuca»

Entre dunas ardientes y viento seco, yace el esqueleto de una antigua fábrica de sal, olvidada por la historia y por el progreso. En Samalayuca, al sur de Ciudad Juárez, las ruinas de El Salado susurran memorias de trabajo, sudor, ferrocarril y agua salada, en medio de un paisaje que aún guarda secretos del pasado.

HISTORIASMX. – Caminar sobre el terreno de El Salado es caminar sobre historia endurecida por el sol. A simple vista, el lugar parece un páramo abandonado, con estructuras grises que resisten los embates del viento del desierto.

Pero quienes conocen su historia saben que estas ruinas fueron, durante más de dos décadas, una fuente vital de producción de sal en el norte de Chihuahua.

La fábrica, hoy devorada por la maleza y el polvo, fue un emblema regional de esfuerzo humano y aprovechamiento natural. Operó entre las décadas de 1940 y 1960, cuando la familia Vallina explotaba las aguas minerales del subsuelo para obtener sal mediante un proceso de evaporación en estanques artificiales. El mineral era cargado en ferrocarriles y enviado a distintas partes del país. Samalayuca vivió entonces una pequeña bonanza impulsada por este oro blanco del desierto.

La sal que brotaba del desierto.

A diferencia de muchas salineras costeras, El Salado se abastecía de un pozo natural del que emanaba agua con una altísima concentración de sal. El agua se dirigía a grandes estanques al aire libre donde, gracias al sol del desierto, se evaporaba lentamente dejando atrás el mineral.

El sitio no sólo producía sal sólida. También embotellaba el líquido que surgía del manantial bajo el nombre de «Agua Samalayuca», una bebida que, según los habitantes, ayudaba a la digestión y contenía propiedades curativas. Fue una pequeña industria que combinaba tradición oral y ciencia elemental, sostenida por manos trabajadoras en un entorno agreste.

Sin embargo, esta historia de prosperidad fue breve. Hacia finales de los años 60, el manantial empezó a secarse. Las condiciones del suelo cambiaron, las lluvias escasearon y la inversión desapareció. La fábrica cerró, dejando tras de sí una colección de edificaciones medio derruidas, pozas secas y una historia que fue tragada por el polvo.

Un cementerio blanco entre médanos dorados.

Hoy, El Salado está en ruinas. Las paredes de adobe están agrietadas, algunas colapsadas. Las viejas tinas de evaporación se han convertido en superficies blancas y resquebrajadas que relucen al sol como si estuvieran cubiertas de nieve.

En temporada de lluvias, el lugar adquiere un tono fantasmal. El agua estancada se tiñe de colores rosados por ciertas algas y bacterias, creando un paisaje que recuerda a los salares sudamericanos. Sin embargo, no hay turistas, ni señalización, ni resguardo. El sitio ha sido víctima de grafitis, vandalismo y del tránsito sin control de vehículos todo terreno, que erosionan más rápido los restos del pasado.

Aunque forma parte del entorno de los Médanos de Samalayuca —una zona decretada como Área Natural Protegida desde 2009—, El Salado no ha sido oficialmente incluido dentro de ningún plan de conservación o rescate patrimonial.

La posibilidad de un renacimiento.

En los últimos años, ha habido algunas voces que reclaman la recuperación del sitio. Javier Meléndez, presidente seccional de Samalayuca, ha mencionado públicamente que El Salado podría convertirse en un punto de atracción ecoturística y cultural, al nivel de otras zonas desérticas del mundo.

Fotografía: Cortesía.

No se trataría solo de una restauración arquitectónica, sino de reconstruir la narrativa de un pueblo que vivió de la sal. Implicaría limpiar el terreno, señalizar senderos, instalar cédulas informativas, y sobre todo, rescatar la memoria colectiva de un proceso productivo que definió a Samalayuca en el siglo XX.

Los pobladores más viejos recuerdan con nostalgia los tiempos en que la salinera generaba empleo y el tren pasaba cada semana. Hoy, sus nietos sólo conocen la fábrica como un sitio para hacer exploraciones con dron o fotografías alternativas. Sin embargo, bajo las ruinas yace una historia con potencial turístico, educativo y cultural.

Una joya arqueológica por redescubrir.

Pero El Salado no es solo una fábrica abandonada. Forma parte de un corredor cultural y arqueológico más amplio. En Samalayuca se han hallado petrograbados de más de 2,000 años, rastros de pueblos como los Mogollón y los Jumano, quienes ya recolectaban sal mucho antes de la llegada del ferrocarril o las marcas comerciales.

Así, El Salado no solo es industrial; también es ancestral. Es un puente entre los saberes indígenas y las técnicas modernas, entre la cosmovisión del desierto y la lógica del capital.

La sal no se ha ido.

El Salado es una postal silenciosa de lo que fue. Es polvo y sal, pero también es historia no contada. Las ruinas están ahí, visibles, accesibles, esperando una decisión colectiva: dejarlas desaparecer o convertirlas en símbolo vivo del desierto.

Quizás el viento de Samalayuca aún pueda soplar a favor de la memoria. Solo falta que alguien lo escuche.

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